Vértigos y encantamientos

30 mars 2016

‘Las películas, yo las considero como seres humanos; es decir, como hechos complejos. Y no me gusta poner a los seres humanos de mejor a peor’ – Raúl Ruiz

‘Yo pude determinar que existen seis funciones en un plano de cine. Estoy seguro de que existen ocho, pero las otras dos no las pude encontrar’ – Raúl Ruiz

Les Destins de Manoel (Raoul Ruiz)

Dos filmes realizados entre Francia y Portugal, a comienzos de los años 80, permiten penetrar en el corazón del cine de Ruiz, al momento en el que éste toma forma bajo los trazos más singulares. En ‘Las tres coronas del marinero’ (1982), un marino que permanece en una escala en un puerto del Báltico cuenta la historia de su vida a un estudiante que ha conocido esa misma noche. El joven deberá escucharlo hasta el amanecer, antes de tomar su lugar a bordo del barco, junto a una tripulación de la cual él será el único ser vivo, de modo de perpetuar así ‘una historia inmortal’ – un relato predador que lo elige como víctima para poder renovarse una vez más.

Este tipo de relatos, o más a menudo, sus fragmentos desperdigados, forman a carne del cine de Raúl Ruiz, su ‘real’. Para darles forma, ‘Las tres coronas del marinero’ despliega un barroco multidimensional que se convertirá en la firma de Ruiz: barroco de una narración que se multiplica, que se defracta y que conduce, de deslizamiento en deslizamiento, a un espacio insituable del relato; barroco visual, a través del cual los efectos, el artificio reivindicado, precipitan cada plano en la dimensión del simulacro total.

La envolvente deriva sonambúla que es ‘La ciudad de los piratas’ (1983) reúne en una relación incierta, pero bajo el sello de un esplendor que corta el aliento, una costa abatida por las aguas, un niño asesino de sonrisa encantadora, una sirvienta halucinada y una isla de piratas revelada en la mancha de sangre de un crimen. La cadena distendida de las causalidades pone al espectador en un estado de flotación, que los actos sangrientos que tienen lugar en el filme apenas alcanzan a perturbar. Lógica del sueño, aberraciones, sobresaltos que dibujan la vena surrealista de la obra.

Raúl Ruiz nació en 1941 en Puerto Montt, en el sur de Chile. De niño, su descubrimiento del cine se relacionaría con una ensoñación: en ‘Ben-Hur’, un avión pasa a lo lejos. Más tarde, el mismo avión atraviesa el cielo de ‘Cleopatra’. El DC-6 se vuelve la etiqueta secreta del péplum. Es lo que él traducirá más tarde: el sentido último de las imágenes escapa siempre al control de la industria que las crea.

A los 15 años, Ruiz se pone como desafío escribir 100 obras de teatro, meta que logra en seis años. Esta anécdota es premonitoria de los 120 filmes que vendrán. Al mismo tiempo, estudia derecho y teología. En 1968, dirige ‘Tres tristes tigres’, su primer largometraje, que gana el Leopardo de Oro en el Festival de Locarno. Símbolo del nuevo cine chileno, este filme excede su postulado realista por medio de descentramientos constantes y una difusa bizarrería, que por momentos llega a dar la impresión de que se abstiene de él mismo. Nada anuncia aún el cine ilusionista que vendrá, pero sus siguientes largometrajes (‘Nadie dijo nada’, ‘La colonia penal’) profundizan la zanja de las situaciones paradojales. Un inimitable tono de farsa distancia ya se hace presente.

Comprometido políticamente al lado de Salvador Allende, Ruiz se ve obligado a partir al exilio luego del golpe de Estado de 1973. En febrero de 1974, llega a París. En marzo, filma ‘Diálogo de exiliados’, especie de filme de intervención que desconcierta por su extravagancia e ironía. En esa época, el INA (Instituto Nacional Audiovisual de Francia) produce, sin tantas restricciones, una cuota anual de filmes destinados a la televisión. El campo está libre para experimentar de todo. y Ruiz se encuentra allí más que cómodo, al punto que su cine parece materializarse inmediatamente. Dos grandes directores de fotografía, Sacha Vierny y Henri Alekan, elaboran junto a él todo tipo de trucajes barrocos: filtros, esfumados, espejos, deformaciones y la doble profundidad de campo (split field) que le obsesionará por mucho tiempo. Al ver por primera vez ‘La vocación suspendida’ (1977), primer filme de Ruiz realizado por el INA, Manette Bertin, directora de la institución, exclama: ‘Esto es formidable… Nadie ha entendido nada!’

Lo que no demorará en ser comprendido, al contrario, es que la obra cinematográfica de Ruiz arrasa, en su proliferación, con jerarquías y clasificaciones, y adquiere el aura de un largo continuo donde cada objeto, hecho de reanudaciones, imitaciones secretas, reciclajes, cultiva su imperfección poética, y donde las mismas obsesiones vuelven sin cesar, en todas las combinaciones posibles. El período INA se prolongará por un tiempo, pero Ruiz, el ubicuo, a menudo ya está en otra parte. En Portugal, el filma ‘El territorio’ (1981), relato de una excursión que deriva en el canibalismo. En Holanda, la Patagonia soñada de ‘El techo de la ballena’ (1982), fábula etnográfica donde idiomas e identidades se interfieren hasta anestesiarse al contacto con el mundo indígena. En Madera, ‘Los destinos de Manuel’ (1985), cuento fantástico en estado de infancia y uno de sus más bellos filmes.

Un largometraje que Ruiz realiza en Honduras en 1975 se titula ‘El cuerpo dispersado y el mundo al revés’. Los cuerpos dispersados son, varias veces, un tema en sus películas (‘Coloquio de perros’, 1977, obra maestra del relato circular borgesiano), pero más a menudo la materia humana es mutilada, degradada, parasitada y comida, en medio de una insistente indiferencia; demostración, sin duda, de que el cine es un asunto de fantasmas tomados en la carne de la imagen. Y que un filme puede volverse para los vivos una alegoría en bucle de la realidad – como lo será para el proyeccionista de ‘La lechuza ciega’ (1987) y para los adoradores del corto ‘El filme que vendrá’ (Le film à venir, 1977).

A partir de ‘Tres vidas y una sola muerte’ (1996), el cine de Ruiz se transforma. Menos enigmático, más literal, más ‘francés’ en un cierto sentido. Se encuentra allí una relectura de todo lo que precede y, al mismo tiempo, una exploración gozosa de las virtualidades de la narración: destellos de la memoria en ‘El tiempo recobrado’ (1999), vértigos combinatorios en ‘Combate de amor en sueños’ (2000), meandros folletinescos en ‘Misterios de Lisboa’ (2010). Llega también el tiempo, desde el 2000 hasta su muerte en 2011, del regreso a Chile bajo el nombre de un país de mito, ya sea ‘Cofralandes’ o ‘Recta provincia’, el Chile de la niñez, poblado ahora de viejos de memoria interminable.

En su ‘Poética del cine’, ensayo de teoría y ventana abierta sobre una erudición tentacular y dichosa, Raúl Ruiz pone en guardia contra la tentación de un cine de ‘imágenes utópicas’, imágenes que provienen de ninguna parte, unívocas, destinadas a la comunicación; él apela, en cambio, a la fascinación de la polisemia y a los espejismos que se entredevoran. ‘Mucho coraje para el que quiere ser ruiciano’ previene el actor Melvil Poupaud. Disfrutamos, de todos modos, el intentarlo.

Nicolas Le Thierry d'Ennequin

Traducción: René Naranjo Sotomayor